Tortillas los tres tiempos

En Guatemala se comen tortillas los tres tiempos, es decir: se acompañan el desayuno, el almuerzo y la cena con una masa de maíz redonda, plana y dorada al fuego. Este acompañamiento se vende en todas partes: tiendas, casas particulares, restaurantes, el mercado… Me sorprendió que, entre toda la contaminación visual, un letrero invadiera más que ningún otro calles, fachadas y lugares: “Tortillería” o “Tortillas los tres tiempos”. Ignorante de mí, llegué a pensar que aquel reclamo era una franquicia muy cutre; iIlusa de mí, se me ocurrió pensar que las tortillerías podrían ser espacios de encuentro y tolerancia entre mujeres lesbianas.

En Guatemala, hay otras cosas que suceden los tres tiempos: la injusticia, la reivindicación, la desigualdad, la solidaridad, el expolio, la lucha, el odio, el amor. Este texto va de cómo me siento siendo lesbiana en Guatemala, un país profundamente intolerante.

Cuando supe que viviría aquí durante dos años pensé: «bueno Laura, toca esconderse». Y lo acepté. Sin embargo, sucedió algo muy diferente: me enamoré de una extraordinaria mujer guatemalteca. Este año ambas disfrutamos de unos días de vacaciones en Jalapa, la región de donde su familia procede: visitamos cataratas, parques naturales, anduvimos en bicicleta, salimos a cenar tacos… El mismo día que regresamos a nuestra casa asesinaron a dos mujeres allá. Las encontraron con señales de tortura y con un mensaje bien claro: «por panochas (lesbianas) las matamos». No es la primera vez que pasa.

Quizás ya sepan que América Latina y el Caribe es la región más violenta del planeta y la más letal para las mujeres fuera de una zona de guerra. El triángulo norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador y Guatemala) lleva fama de ser el triángulo de la muerte.

Antes de continuar les tranquilizaré diciendo que, aunque vivo con inquietud, no paso miedo todo el tiempo. Mi orientación sexual me hace sentir vulnerable, sí; pero hay otros factores que me atemorizan más: la inseguridad vial, los asaltos o ser mujer, por ejemplo. Lo cierto es que no se puede hablar de diversidad sexual sin hablar de patriarcado (y de machismo como su expresión individual). Por ejemplo, yo sufro acoso callejero constantemente («mamita, shhh») y me revienta; pero es que si el acoso nace como respuesta a una muestra de cariño que he tenido con mi pareja, me da miedo («os vamos a enseñar a coger»).

Soy una privilegiada: blanca, europea, con una profesión y residente en La Antigua Guatemala, el hit turístico centroamericano (parque de atracciones nacional, pueblo grande-ciudad pequeña abierta al mundo). Antigua es un lugar anclado en el tiempo y contemporáneo a la vez; acá conviven quienes se santiguan cada vez que pasan por delante de una iglesia (y hay muchas) y algunas de las almas más rebeldes y vanguardistas del país. Es decir, en esta ciudadpueblo se nos «tolera» mientras nos miran con recelo.

Y a pesar de todo, también tenemos que cuidarnos. Cuidarnos porque sí, porque nos toca. ¿Nos toca? Piénsenlo con la cabeza fría, es tenebroso que una mujer, por serlo, se sienta vulnerable (casi 6300 exámenes por violencia sexual en 2018); que una persona, por amar a quien desee, sepa que pueden atacarla (los delitos de odio no están tipificados en el código penal, así que no hay cifras concretas, pero hay más información sobre la violencia que sufre el colectivo en este informe de la AECID y en este otro de FLACSO); que alguien pueda morir asesinada por mostrar su identidad (33 personas de la comunidad LGTBIQ en 2018).

Después de estos datos, comprenderán que mi testimonio es insignificante y privilegiado, porque en mi experiencia la tolerancia le ha ganado al odio. Griselda es un ejemplo de ello: vive a una casa de distancia de la nuestra, es muy joven y emigró todavía más joven desde una aldea tzutujil del interior del país; cuando supo que nosotras éramos pareja apenas pudo balbucear sorpresa, pero en cuanto su cerebro procesó esa opción se animó a preguntar cuantas dudas le asaltaban con todo el cariño y el respeto que pueda existir. Nuestra amiga Griselda.

Majo, la extraordinaria mujer guatemalteca de quien me enamoré (¿la recuerdan?) da talleres de teatro a adolescentes (entre un sinfín de cosas más). Un día, se armó debate y ésto fue lo que sucedió:

– ¿Qué piensan de la homosexualidad? – les pregunté.

La mayoría coincidía en que las personas homosexuales tenemos problemas mentales y que a los ojos de Dios, «eso no puede ser». Algún verso suelto sentenció: «cada quien decide qué hace con su cuerpo». Un alumno aseguró que odiaba a las personas gays y que le daban muchas ganas de golpearlas. Tras un largo debate, les hice otra pregunta:

– ¿Cómo me perciben como ser humano?
– Es usted una mujer con ideas claras, argumentos concisos, honesta…
– ¡Soy mujer y lesbiana! Me da miedo caminar por la calle porque los ataques de odio hacia nosotras son horribles. Esta sociedad me señala y me denigra día tras día. Quiero que sepan que mi orientación sexual no me convierte en mala persona. ¿Qué pensarían si un día aparezco asesinada? Nadie merece vivir en represión, en exclusión, todos los seres humanos merecemos el mismo respeto.

Al final del debate, una última pregunta sonó al unísono: ¿le podemos dar un abrazo? Y me abrazaron como quien empieza un pacto de tolerancia y nuevos aprendizajes.

Ese mismo día, yo estaba triste y asustada porque las noticias habían estado informando sobre el avance imparable de la Iniciativa de Ley 5272, un proyecto legislativo que amplía las penas de cárcel a consecuencia de abortos (incluso si éstos son espontáneos) y abiertamente discriminatoria contra el colectivo LGTBI. Por ejemplo, lo siguiente:

5272

art185272

Ese mismo día, mi tristeza se apagó un poquito cuando Majo me contó la experiencia que había tenido con su alumnado. Nos abrazamos y lloramos. ¿Llorábamos de alegría?, ¿de miedo?, ¿de tristeza? Quizás llorábamos porque sabemos que nuestras vidas van a tener siempre una de cal y otra de arena.

¡Mójate!

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